lunes, 29 de marzo de 2010

Vino.


¿Qué es el vino? Afortunadamente, en la vida uno aprende poco a poco el significado de las palabras; las va matizando, precisando, expandiendo. Un día, un amigo vivió una metáfora de lo que sería aprender un concepto de repente. En un viaje por Grecia tuvo la posibilidad de ir a una fiesta del vino. Era una noche de verano, en Delfos, no muy lejos de Atenas. Para entrar en el recinto abonó una módica cantidad a cambio de la cual le facilitaron folletos y una jarra de barro. Una vez en el interior, podía acercarse con la jarrita a cada una de las diferentes barricas y autoservirse. Cada cuba tenía un cartel indicando su contenido…en griego. Es fácil imaginar el desconcierto al abrir una nueva espita sin saber si saldría un tinto recio, un blanco seco, un vermouth, un oloroso, un espumoso, un rosado afrutado, un dulce empalagoso o …retsina.

Allí aprendió lo que era el retsina, un vino blanco al que le suponen 3.000 años de antigüedad, que huele y sabe rabiosamente a resina de pino, según parece porque ello ayudaba antaño a su conservación. Trató de convencerse de que si un pueblo mantiene algo durante 30 siglos es porque merece conservarse. Años más tarde pudo probarlo frío y…no desistió. En España aquella feria equivaldría a una cata ciega donde apareciesen de forma aleatoria un Pedro Ximenez, un albariño, un tinto de la Ribera del Duero, una malvasía, un complejo priorato, una mistela, un blanco de Rivadavia, un rubí de Toro, una manzanilla de Sanlucar, un recio Jumilla, un txacolí, un licoroso de Málaga, un rancio de Alicante, un cava, un potente Cariñena, un moscatel, un clarete de Cigales o el Bierzo, un generoso de Montilla, un reserva de Rioja o un fino de Jerez, para terminar con un tinto de Amandi. Hablar de vino es perderse en un mundo infinito.

Un químico podría definir un vino por su composición. Tarea difícil, pues se han identificado unas 400 substancias presentes en esos líquidos de colores variados y aromas complejos. Predomina el agua (más de un 80%) pero también hay alcoholes como el etanol(10-15%), glicerina, butilenglicol, inositol, sorbitol y manitol; contienen ácidos, tanto procedentes de la uva (tartárico, málico, cítrico) como del proceso de su fermentación (acético, láctico, succínico). También abundan los azúcares (glucosa, fructosa, sacarosa, arabinosa, xilosa,…), las sales (fosfatos, sulfatos, cloruros, sulfitos, tartratos, malatos, lactatos, sales de potasio, magnesio, sodio, calcio, aluminio, cobre, hierro,…), fenoles y taninos amargos como los antocianos (rojos) y las flavonas (amarillo). La lista se completa con peptinas, gomas, mucílagos, sustancias aromáticas (aldehidos, cetonas, ésteres,…) y hasta vitaminas (tiamina, rivoflabina, ácido pantoténico, nicotinamida, piridoxina, biotina,…).

Nuestra tradición, excusándose en la Biblia, atribuye a Noé la invención del vino. No es mala la elección, porque supone poder resarcirlo de tanta agua como hubo de soportar durante el Diluvio. El pobre quedó tan harto de lluvia que el génesis lo cuenta: “Noé se dedicó a cultivar la tierra y plantó una viña. Un día, bebió de su vino y se embriagó.” Hasta ahí la leyenda. De manera más o menos forzada algunos historiadores colocan el origen de la viticultura en Armenia, al este de Turquía, por la zona donde la Biblia sitúa el mito de Noé y el Diluvio. La única referencia científica consiste en el hallazgo de semillas de Vitis vinifera en ánforas y otros lugares en excavaciones del Neolítico. Parece que ya existía un centenar de variedades de uvas, y hay quien afirma que una de ellas era una tinta que goza de gran prestigio en viticultura: la Syrah.

No se sabe con exactitud quiénes introdujeron el cultivo de la vid en España. El caso es que en el s.I a.C. ya se exportaba vino procedente de regiones mediterráneas. Antes de conocerlo, los pueblos de la Península Ibérica bebían cerveza e hidromiel. Los visigodos, grandes bebedores, concedieron bastante importancia a la viticultura y los árabes, por mucho que lo prohibiese el Corán, disfrutaron del vino casi con la misma dedicación que los cristianos viejos. Es sabido el papel que jugaron los monasterios en la cultura del viñedo, entre otras razones, porque el vino era necesario para el culto. La órdenes monásticas investigaron y trabajaron en la fabricación de estos caldos, y a ellas se atribuye la introducción en España de notables variedades vinícolas. Hoy se fabrican excelentes vinos en casi todas las regiones, utilizándose unas 50 variedades de uva.

En esencia, el vino es el líquido que resulta de la fermentación del mosto de la uva. El mosto se obtiene aplastando los racimos con presas. La acción de unas levaduras que están naturalmente en la superficie del racimo o en el aire, hace que los azúcares contenidos en la uva reaccionen químicamente y se transformen en alcohol. En un litro de mosto, cada 18 gramos de azúcar dan un grado de alcohol al vino. Si se deja que las pieles de la uva negra continúen en contacto con el mosto durante la fermentación se tiene un vino tinto, pues los taninos pasan al líquido. El hollejo aporta también muchas otras substancias claves para la calidad del vino. En los demás casos se obtiene vino blanco. Los vinos rosados se consiguen al dejar el hollejo de la uva negra en contacto con el mosto un corto tiempo. La raspa o ramo del racimo puede retirarse también, y en caso de que se deje fermentar aporta ácidos y alcohol metílico.

Evidentemente, el proceso es mucho más complejo y admite multitud de variantes, como la evaporación parcial del agua del mosto, la adición de azúcar para incrementar la graduación, o de aguardiente y mecanismos que eviten procesos secundarios como la formación de ácido acético o el hilado del vino. Otras variables dependen de la utilización de mezclas de uvas, uvas pasas o incluso aquellas que han comenzado su podredumbre. Por supuesto, es muy importante controlar las circunstancias de la fermentación o el recipiente. El uso de botellas con corcho comenzó a finales del s.XVII y se atribuye su introducción al benedictino Dom Pierre Perignon, padre del Champagne. Hasta el s.XIX la vinificación era una pura artesanía que se mejoraba por ensayo y error. Desde los trabajos de Pasteur sobre las levaduras y la fermentación, la fabricación de vino es un proceso controlado por la ciencia.

martes, 23 de marzo de 2010

Helados.


Es, sin duda, el placer veraniego por excelencia. Ligeramente dulce o con un punto ácido, cremoso o de hielo, pocos son los que pueden resistirse a un helado en los meses de calor. Una opción sana y equilibrada si se toma en su justa medida. Y es que, en los últimos años, los fabricantes de helados han conseguido una reducción calórica de un 30% gracias a una disminución de sus grasas y azúcares, así como de su contenido en sal.

Lo cierto es que el contenido energético del helado no supera las 250 kcal por 100 gramos. Es decir, menos que una tarta de chocolate o que un vaso de leche con un croissant. Pero el helado es más que una golosina refrescante: constituye una fuente de nutrientes esenciales que deben incluirse en cualquier dieta sana:

· Gran aporte de calcio: Los que están elaborados con leche son el producto lácteo con más contenido en calcio por 100 gramos. Por tanto, constituyen una buena alternativa cuando se necesitan cantidades extra de este mineral (crecimiento, embarazo, osteoporosis,…).
· Alimento completo: Además de calcio, te aporta una buena dosis de proteínas y vitaminas A y D.

El secreto para que no te engorde reside en consumirlo con moderación e incluirlo en tu menú de la forma correcta. Por ejemplo, si lo tomas como postre en lugar de fruta, deberás compensar la falta de fibra en esa comida con verdura y ensalada. Y recuerda que si los preparas tú mismo con zumos y frutas naturales y con lácteos desnatados restarás muchas calorías.

Las tentaciones más ligeras son:

· Polos y sorbetes: Son los que menos calorías llevan (100 kcal por 100 gramos). Entre el 85-90% de su composición es agua, por lo que su contenido en grasas y azúcares es mucho menor que en los de leche, pero también llevan menos nutrientes.
· Versiones light: Son una opción intermedia entre los polos y los helados cremosos. Se elabora con leche o yogures desnatados y frutas, reduciendo así la cantidad de grasa. Contienen 150 kcal por 100 gramos.
· Granizados: Son tan ligeros como los polos y ofrecen un sinfín de posibilidades. Puedes elaborarlos tú mismo en casa a base de té, limón, naranja o la fruta que prefieras.

lunes, 15 de marzo de 2010

Flores que nos comemos.


En Como agua para chocolate, Tita, nombrada cocinera del rancho, prepara unas codornices con pétalos de rosas. Aquel plato no fue un éxito gastronómico, dada la poca experiencia de la cocinera, pero a Gertrudis le produjo “un efecto afrodisíaco, pues empezó a sentir que un intenso calor le invadía las piernas. Un cosquilleo en el centro de su cuerpo no la dejaba estar correctamente sentada en su silla. Empezó a sudar y a imaginar qué se sentiría al ir sentada al lomo de un caballo, abrazada por un villista, uno de esos que había visto una semana antes entrando a la plaza del pueblo, oliendo a sudor, a tierra, a amaneceres de peligro e incertidumbre, a vida y a muerte”.

Referencias sexuales y eróticas al margen, la verdad es que hoy muchas flores se están poniendo de moda en la cocina, aunque las rosas ya aparecían con frecuencia en antiguos libros de recetas. Su agradable aroma, su colorido y sabor dulce las convierten sin duda en un ingrediente con atractivo. Los pétalos de rosa estaban presentes en algunas recetas del romano Apicius, y en la actualidad se emplean sobre todo en ensaladas, acompañadas de frutas. En ese caso, se deben quitar los extremos blancos de la base, pues son amargos, enjuagar con agua y secar. Cuanto más perfumadas sean las rosas, más sabor y más olor dejarán en el plato. También se usan en almíbares, jaleas y confituras.

Hace miles de años que los seres humanos consumimos flores, aunque lo más frecuente sea utilizar las que consideramos hortalizas, como alcachofas, brócolis y coliflores, o usamos en condimento, como el azafrán. Las flores son frecuentes en la cocina hindú y en la griega. Entre los chinos, el té de flores (loto, capuchinas, madreselvas, crisantemos, rosas y amarantos) es bebida preferida a la cerveza, los refrescos o los zumos de frutas. La lista de flores comestibles es enorme. Entre nosotros quizás las más conocidas son las flores amarillas de calabacín, pero también se pueden consumir crisantemos, claveles, azahares, malvas, pensamientos, jazmines, gladiolos, amapolas, salvia o violeta, entre otras. Con todo, hay que tener en cuanta que no todas las flores son comestibles y, sobre todo, que las que provienen de una floristería pueden contener pesticidas.

Existen muchas recetas para preparar las flores de calabacín, un manjar de textura delicada y sabor un tanto dulzón. Dicen los sibaritas que lo mejor es recogerlas de la planta por la mañana y prepararlas al mediodía en tempura, o rebozadas y fritas. Admite muchos tipos de rellenos, sobre todo a base de queso, y puede ser ingrediente de ensaladas. De la alcaparra nos comemos los botones o capullos florales, recogidos antes de que abran. Las mejores son las más pequeñas, aproximadamente de medio centímetro o menos. Esos capullos se recogen y se conservan en vinagre o salmuera durante un tiempo antes de consumirlos. Luego sirven como aderezo de numerosos platos y salsas, sobre todo con los pescados, la pasta o el arroz. Si la flor de la alcaparra se abre aparecen 4 pétalos blancos o sonrosados que no duran más que un día y luego comienza a formarse el fruto, llamado alcaparrón, que está lleno de semillas.

Otras flores nos resultan mucho más familiares, como la alcachofa, de la que existen distintas variedades y es de amplio uso en nuestra cocina. Su sabor amargo hizo que a partir de ella se elaborase un licor aperitivo. Es una planta cultivada, híbrida de una variedad silvestre de cardo que tiene la flor pequeña y se conoce también como alcaucil. En realidad, en ambos casos se trata de una inflorescencia, y lo que nos comemos son las brácteas, o conjunto de hojas modificadas que protegen la flor mientras se abre y constituyen lo que llamamos receptáculo floral.

El azafrán es una planta bulbosa de la familia de las iridáceas, es decir, un pariente de lirios y gladiolos. Del bulbo enterrado surgen uno o varios tubos que terminan en copas formadas por 6 pétalos de forma elíptica y color violáceo, con venas de mayor intensidad. Esa flor, la rosa del azafrán, contiene la especia más cara del mundo. En este caso, lo que empleamos en cocina es la parte más externa del órgano reproductor femenino de la flor, el estigma. Cada flor tiene 3, que también llamamos briznas o hebras de azafrán. Las hebras se extraen de la flor a mano y luego se tuestan para procurar su conservación, ya que tienen un alto grado de humedad. Ha de usarse con moderación; bastan unas pocas hebras, tostadas, trituradas en el almirez y desleidas para dar a un plato un olor y aroma inconfundibles.

Ha quedado para el final la coliflor, planta que surge de la mutación de una col, que ha dado como resultado una inflorescencia hipertrofiada, con dificultades para producir auténticas flores y semillas. La estructura que dará lugar a las flores se ha convertido en una piña en racimo de protuberancias carnosas. Es rica en azufre, potasio, hierro y vitaminas. El brécol, brócoli o bróculi es una subvariedad que presenta las inflorescencias de color verde oscuro brillante. Es la hortaliza de mayor valor nutritivo por unidad de peso de producto comestible. Su aportación de vitaminas C, B2 y A es elevado y contiene manganeso y potasio.

lunes, 8 de marzo de 2010

Consejos básicos para perder 4 kilos en un mes.


1. El agua y otras bebidas.

Beber un mínimo de entre uno y dos litros de agua diarios es fundamental para maximizar el proceso de combustión de la grasa. Cada día, cuando te levantas, tómate un vaso de agua, que será el primero de los entre 4 y 8 que debes beber a lo largo del día. El agua no tiene calorías y no engorda nunca, ni dentro ni fuera de las comidas.
Otras bebidas recomendadas son el té y las infusiones en general y el café, evitando todas las que tengan azúcar. Por lo que se refiere a los zumos naturales, es mejor tomar las frutas enteras, puesto que al exprimirlas se consume mayor cantidad y, por lo tanto, más azúcar, además de perder la fibra que aportan. La sandía, el melón y la fresa están entre las frutas con menos glúcidos, en oposición al higo, la uva y el plátano. La leche tómala desnatada y sólo toma alcohol durante las comidas y asociado a alimentos proteicos como la carne, el pescado y los huevos.

2. Los fritos.

Cuando se opte por este método de cocción, se recomienda emplear aceite de oliva o de semillas en lugar de grasas de origen animal. El aceite sometido a temperaturas excesivas o a repetidas frituras desarrolla unas sustancias indigestas para el organismo que se transmiten al alimento.

3. Más hidratos de carbono que proteínas y grasas.

Una dieta equilibrada debe contener un 60-65% de hidratos de carbono y un 15-20% de proteínas. Cada comida debería respetar esta proporción para controlar los niveles de insulina y aumentar los de glucagón. Así se maximiza la combustión, se pierde grasa y aumenta la energía. Además, disminuye la sensación de hambre entre las comidas.

4. Tomar frutos secos crudos.

Es necesario incluir en la dieta frutos secos crudos, pues proporcionan ácidos grasos insaturados, que contribuyen a mantener el colesterol en niveles correctos. Una buena opción es añadirlos a las ensaladas, a los cereales o tomarlos con queso.

5. Arroz y pasta al dente.

Hervidos al dente, estos hidratos de carbono disminuyen su índice glucémico, es decir, su capacidad para convertir en grasa los azúcares del cuerpo, lo que ralentiza su digestión. Esto último, a su vez, estabiliza los niveles de azúcar, minimizando la liberación de insulina.

6. Limitar el consumo de hidratos de carbono con almidón.

Sólo debe tomarse una ración por comida, es decir, que si se ingieren patatas o pasta, no debe tomarse pan, y menos en la cena. Durante esa misma comida, han de evitarse asimismo hortalizas con almidón, como el maíz o los garbanzos. Es mejor escoger vegetales con un índice glucémico bajo, como los espárragos, el brócoli o las judías verdes.

7. Más fibra.

La fibra no es digerida por el cuerpo, es decir, pasa intacta a través del aparato digestivo a la vez que absorbe agua como si fuera una esponja. De esta forma, provoca sensación de saciedad y facilita la expulsión de las heces. Un adulto sano debería tomar entre 25-35 g. de fibra al día, a poder ser proporcionada por frutas, vegetales o cereales.

8. Consumir sal y sodio con moderación.

La mayoría toma más sal y sodio del que necesita, lo que provoca un aumento de la presión sanguínea. No sólo hay que reducir la ingesta de sal de mesa, sino que hay que tener en cuenta la que contienen los alimentos que compramos elaborados.

9. Comer pequeñas raciones y poco a poco.

Para reducir el consumo de calorías es un buen hábito servirse raciones pequeñas. Si se toman poco a poco, masticando bien, la sensación de saciedad puede ser la misma que si se consumen raciones más grandes a mayor velocidad. También es esencial comer 5 veces al día, sin saltarse ninguna toma. Así es más fácil evitar picar entre horas.

10. Antes de ir a dormir.

En la cena debe evitarse ingerir alimentos azucarados y, en cuanto a los hidratos de carbono, es mejor que provengan de la fruta y las hortalizas, y no de la pasta. Lo ideal es irse a dormir dos horas después de haber cenado.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Aceite de oliva.


El aceite de oliva, también conocido como el “oro líquido”, tiene entre sus componentes más preciados a las grasas monoinsaturadas (ácido oleico) de las cuales es el máximo exponente. También es importante su contenido en fitoquímicos, que combaten enfermedades, y en vitamina E. Un consumo diario y moderado puede prevenir la diabetes, artritis reumatoide, apoplejía, y cánceres de mama y colon.

La grasa monoinsaturada que contiene ayuda a disminuir el colesterol total y el LDL, y sube los niveles de colesterol HDL que es el que ayuda a limpiar las arterias proporcionándole a estas grasas un alto poder cardioprotector.
El hidroxitirosol, la oleuropeína, los lignanos y la vitamina E que encontramos en el aceite de oliva presenta un gran poder antioxidante que protege contra cáncer de mama, colon, próstata, hipertensión, cardiopatías y bacterias que causan infecciones.

Para que se conserve en perfectas condiciones y no pierda ninguna de sus cualidades se recomienda guardarlo en un recipiente hermético en el frigorífico o en un lugar seco y oscuro. Si se opta por conservarlo en el frigorífico será necesario dejarlo fuera un tiempo para que alcance la temperatura ambiente y sea fácil verterlo.

Lo mejor es elegir los aceites de oliva extra virgen o prensados en frío ya que estos son los menos procesados y sufren en menor medida el calor y el uso de componentes químicos manteniendo así su contenido nutricional.