lunes, 12 de abril de 2010

Sal.


Desde la Edad Media los recipientes para la sal tuvieron una gran importancia simbólica; eran más grandes de lo que lo son ahora, y su tamaño se relacionaba con la riqueza de su propietario. No en vano servían para contener algo escaso y precioso. Con el tiempo llegaron a ser piezas de orfebrería emblemáticas y muy elaboradas, a veces aunando varias funciones. Por ejemplo, la posición del salero en una mesa servía para marcar la línea entre los invitados importantes y los demás, y de hecho en inglés aún se usa la expresión above the salt (por encima de la sal) para indicar un rango superior.

Para nosotros la sal es un producto económico y familiar, pero de su importancia nos da idea la afirmación de San Isidoro de Sevilla (560-636) “no hay nada más necesario que la sal y el sol”. Su consumo moderado es tan imprescindible como la necesidad de agua y, de hecho, está íntimamente relacionada con ella. Hoy sabemos que la sal común que tenemos en el cuerpo está disociada en iones, osea, átomos de cloro y sodio con carga eléctrica. Cada ión de sodio necesita estar rodeado de seis moléculas de agua, y esta obligación marca el intercambio hídrico entre el suero sanguíneo y el interior de las células. El equilibrio se rompe también por exceso: al tomar mucha sal obligamos a las células a deshidratarse y necesitamos beber, pero el aumento de líquido en el sistema circulatorio eleva la presión sanguínea.

No sólo usamos la sal en la alimentación porque el sodio sea imprescindible en nuestro cuerpo sino también porque actúa como antiséptico, al impedir la vida de las bacterias. Este es el funcionamiento de las salazones, cuyos primeros testimonios se remontan al s.VI a.C., con los fenicios, aunque otras no llegaron hasta el s.XIV, como el arenque, o más tarde el bacalao.

La salazón se basa en el hecho de que la sal es muy higroscópica y retiene grandes cantidades de agua. Todos sabemos que al añadir sal a una ensalada hacemos que la lechuga no conserve mucho tiempo su tersura, porque se deshidratan las células. Del mismo modo, al colocar otro alimento en sal conseguimos que poco a poco pierda el agua, con lo que no podrán tener lugar los procesos de putrefacción.

La posibilidad de abastecerse fácilmente de sal hizo que se establecieran poblaciones a la orilla del mar. La simple evaporación del agua bastaba para tenerla. Los pueblos del interior habían de llevarla desde la costa si no tenían cerca una salina. Las rutas de la sal definieron el poder económico de numerosos lugares e instituciones, y hasta el s.XX la sal era algo valioso que llegó a denominarse “oro blanco”. El que la sal sea riqueza queda reflejado en el hecho de que la palabra salario hace referencia al pago en sal que recibían los miembros de la milicia romana. De igual modo en la Edad Media, cuando los militares comenzaron a recibir su paga en reales o soles se convirtieron en “soldados”; los trabajadores civiles pasaron a llamarse “asalariados”.

En la cocina, la sal sirve para realzar el sabor de los alimentos y, como consecuencia de ello, la ingesta diaria de sal de nuestros días llega a ser de 15 gramos. Pero además interviene ocasionando otros efectos culinarios. Probablemente muchos habrán comprobado que al hacer huevos cocidos, a veces se rompe la cáscara; esto sucede porque durante la cocción penetra agua en el huevo a través de los poros de la misma por ósmosis, que no tiene lugar si añadimos algo de sal al agua de cocción. Otras veces habremos visto que al variar la presión osmótica del medio se modifica la textura de los alimentos, hecho que podemos comprobar, por ejemplo, si cocemos unos espaguetis sin sal.

Los romanos eran especialmente aficionados a los pescados en salazón y empleaban hasta lo inimaginable una salsa, garum, de la que se ofrecían diferentes calidades y en algunas de las cuales alcanzaba precios elevadísimos. En general se elaboraban a partir de pescados azules troceados, con sus vísceras, que fermentaban durante uno o dos meses al calor del sol, junto a algunas hierbas de aroma intenso. Gracias a la abundancia de materia prima, existían numerosas fábricas de salazones por toda la costa sur de la Península. Los pescados empleados eran fundamentalmente escómbridos (atún, bonito y la caballa) y a esa producción debe su nombre la localidad cartagenera de Escombreras. Entre las salazones que gozan de mayor de mayor aceptación entre nosotros están las anchoas, la mojama o las huevas de atún y, sobre todo, el bacalao. Se atribuye su descubrimiento al navegante portugués Gaspar de Corte Real, que en el año 1500 anduvo por Terranova. A los portugueses debemos la técnica de abrir el pescado fresco y ponerlo en sal a bordo para luego secarlo al aire. Su fácil transporte, buena conservación y el hecho de que una vez desalado en agua recupera muchas de las características del bacalao fresco han contribuido a su popularidad.